Huracan "Gurú" golpea la Casa Blanca

21.10.05


Tal como lo reseñe en Mr. Danger: sus fracasos Nacionales y Globlales Karl Rove, subsecretario de la Presidencia de Estados Unidos y asesor "Gurú"personal de George W. Bush, y el jefe de personal del vicepresidente Richard Cheney, Lewis Libby, admitieron finalmente su complot en el sonado caso de la espía develada.

Tanto Rove como Libby reconocieron este miércoles ante un panel de jueces federales haber mantenido al menos una conversación acerca de la agente secreta de la CIA Valerie Plame, esposa del ex embajador en Gabón Joseph Wilson.

Imagen: Karl Rove, el único que puede manejar esa cosa llamada Bush.
En rigor, los dos consejeros gubernamentales son los primeros funcionarios de alto rango en confirmar que abordaron el tema antes del escándalo, que estalló hace dos años y es considerado una represalia dictada por Bush contra Wilson.

Reseña básica para no perderse en el laberíntico escándalo de este verano en Washington que poco a poco implica a destacados personajes de la Administración Bush, empezando por el legendario «gurú» electoral Karl Rove:

El «yellowcake» (pastel amarillo) es una concentrada argamasa de óxido de uranio que debidamente manipulada puede servir para alimentar centrales nucleares o desarrollar armas nucleares. Hace cuatro años, los servicios de inteligencia de Italia se toparon con indicios de que el régimen de Sadam Husein estaba intentando adquirir esta materia prima, de uso civil y militar, en la nación africana de Níger. Así comienza una saga de secretos traicionados y supuestas venganzas políticas en el contexto de la guerra en Irak que este verano parece estar llegando a su clímax en Washington, salpicando a algunos de los más destacados «cerebros» de la Administración Bush. Como parte del largo y complicado preludio a la invasión de Irak, la CIA decidió enviar en febrero del 2002 al ex diplomático Joseph Wilson a Níger para investigar la inquietante trama del «yellowcake», que los italianos habían compartido con los servicios de inteligencia estadounidenses y británicos. Tras pasarse ocho días en el corazón de África, Wilson no encuentra prueba alguna. Un informe negativo que la Agencia Central de Inteligencia comparte con la Casa Blanca pero que no impide acusar a Sadam Husein de nefastas ambiciones nucleares.

En octubre del 2002, la Cámara de Representantes y el Senado autorizan el uso de la fuerza contra Irak, entre repetidos argumentos de que Estados Unidos no puede permitir que el régimen de Sadam Husein se haga con armas nucleares. Tras la declaración de 12.200 páginas remitida por el régimen de Bagdad a Naciones Unidas en diciembre, la entonces consejera nacional de seguridad, Condoleezza Rice, califica tal documento como una tremenda mentira que, entre otras cosas, no explica «los esfuerzos de Irak para adquirir uranio en el extranjero».

Estos reproches radioactivos terminarán por hacerse sitio en el tradicional discurso sobre el Estado de la Unión que el presidente Bush pronunció a comienzos del año 2003. En su afán por justificar el uso de la fuerza en Irak que se materializaría en marzo, la televisada alocución presidencial ante una sesión conjunta del Congreso incluyó la siguiente frase: «El gobierno británico ha sabido que Sadam Husein recientemente buscaba en África cantidades significativas de uranio».

Estas 16 palabras, convertidas con el paso del tiempo en una carga de profundidad contra la credibilidad de la Casa Blanca, ayudan a entender como el 6 de julio del 2003 (cinco meses después de la invasión de Irak) el jubilado embajador Joseph C. Wilson publicara una demoledora y acusadora tribuna de opinión en las páginas del «New York Times» bajo el título «Lo que no encontré en África». Al día siguiente, el secretario de Estado, Colin Powell, acompañó a Bush en una solidaria gira por África. Momento en el que el general reconvertido a diplomático recibe un memorando secreto del Departamento de Estado sobre la expedición a Níger de Joseph Wilson, en el que se identifica a su esposa como una agente de la CIA, Valerie Plame. En una semana aparece publicado en la columna del tertuliano conservador Robert Novak, con el fin de cuestionar la fiabilidad de Wilson como «enchufado» de su mujer.

Los servicios legales de la CIA, al revelarse la identidad de su rubia agente, solicitan la intervención del Departamento de Justicia. Divulgar la identidad de un miembro activo de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, de acuerdo a la «Intelligence Identities Protection Act» de 1982, es un grave delito federal que puede castigarse con penas de hasta diez años de cárcel. Pero para conseguir un veredicto de culpabilidad y una condena, el Ministerio Público tiene que demostrar intencionalidad y malicia.

Con ayuda de un gran jurado, el fiscal federal Patrick Fitzgerald empieza a investigar esta filtración potencialmente criminal. Y además de requerir toda clase de documentos, llama a testificar a toda la cúpula de la Casa Blanca y varios de los periodistas informados sobre el atribuido nepotismo del embajador Wilson. Solo dos profesionales se resisten: Judith Miller del «New York Times» y Mathew Cooper de la revista «Time». La primera termina en la cárcel por su negativa a romper con su secreto profesional; el segundo, tras ser dispensado por sus fuentes, se convierte en lo más parecido a un testigo de cargo.

El testimonio de Cooper ha servido para identificar a Karl Rove (subjefe de gabinete de la Casa Blanca y legendario gurú electoral de los republicanos), y Lewis Libby (jefe de gabinete del vicepresidente Cheney) como los dos «mirlos blancos» que habrían delatado la condición de espía de la esposa del embajador Wilson.

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