Rosita

15.3.07

Hay personajes que, pese el anonimato en su trayectoria de vida, constituyen una referencia obligada en esos procesos inéditos y creativos de los constructores de sueños y de vida en esta patria hermosa venezolana. Rosita es uno de ellos. Nacida en Guayana adentro, Caicara del Orinoco, hace un poco más de 87 años, se empoderó a corta edad, de múltiples habilidades y oficios del hogar y de aquel mundo pretérito de la economía informal. Eran tiempos de la sobrevivencia social, donde la exclusión expresada en la pobreza más absoluta “templaba el acero” de los ciudadanos de la época: “toderos” –diría yo- (pequeños comerciantes a veces, trabajadores a destajo en la extracción de la sarrapia en la “selva adentro”, “cuidadores de ganado” o de fincas; artesanos, agricultores y avicultores en pequeña escala; entre otros.).

Lo anterior, se vinculaba estrechamente a expresiones culturales, hábitos, conductas y estilos de vida de amor por el trabajo productivo y de una sólida formación cívica familiar, del respeto por los demás y por la” palabra empeñada”; del compartir solidario con sentido de justicia y equidad. Había – sin que a uno le queden dudas- “Moral y Luces” como se plantea hoy su rescate ante la grave descomposición social y moral de este modelo de sociedad heredado del “capitalismo salvaje”.

A mediados de la época de los 4O “Rosita” junto a su esposo Julián emprenden la aventura, recorriendo -en bongo- una porción del Río Orinoco para trasladarse al hoy estado Amazonas, en Puerto Ayacucho. Allí convivieron por muchos quinquenios con el mismo modo de vida de su terruño de Guayana. Pero con la añadidura trascendente de abrazarse para siempre con aquel mundo mágico de la indianidad y con aquella fuerza telúrica misteriosa de la selva amazónica. Por eso, con el calor de sus manos prodigiosas creaba infinidades de artesanías con cerámica, madera, papel, tela y la famosa piedra de “azabache”. Los motivos de sus productos de artesanía eran variados, pero nunca faltaban las figuras típicas indígenas y de la fauna y la flora de la Amazonía Venezolana.

Armada de esa capacidad creativa que se pierde en el infinito, Rosita, se dedicó también a pintar cuadros al oleo con los mismos motivos de la artesanía y hasta llegó a participar –a trastiendas- en concursos públicos locales, logrando ganar algunos premios al ocupar los primeros lugares.

Sin abandonar el entorno de la pobreza, sumando ya sus cinco hijos (Mery, Elena, Betty, Nereida y César) nadie sabe como –Rosita- multiplicaba los panes, pero siempre adoptó niños indígenas hasta que éstos lograban encaminar sus vidas al apropiarse de las herramientas de la educación formal y/o ocupar algún empleo decente en aquellos mercados laborales con extremos limitaciones de acceso. Al alzar la mirada en prospectiva –Rosita, sin lugar a dudas- practicaba el socialismo en lo cotidiano.

Al correr de los años, jubilado su esposo en un cargo como obrero de la construcción de la Gobernación de Amazonas, se trasladó a Maracay, estado Aragua para apoyar a sus hijos en la culminación de sus estudios superiores y del pleno ejercicio de sus carreras como docentes o licenciados. Rosita –allí en un medio totalmente diferente al de Amazonas- jamás abandonó su afición por la artesanía y la pintura. Y como corolario nunca dejó a un lado los motivos de su quehacer cultural creativo, que logró despertar admiración en quienes la conocieron en las tierras de Aragua.

Pese a las limitaciones propias de la edad – Rosita- junto a su esposo e hijos, abrazó con fervor la causa del bolivarianismo y dejaba expresar siempre aquella admiración por el Presidente Chávez, a quien casi consideraba como una especie de mesías de nobles sentimientos y amor por los pobres del mundo. Se sentía identificada porque ella hizo y hacia lo propio en ese proceso de construcción de un mundo distinto de justicia e igualdad para todos.

Rosita, mi madre, hace apenas algunos días cerró los ojos para siempre, pero quedó inmortalizada por su ejemplo de vida, sus modestas obras culturales y, porque ella sólo se fue a cabalgar para el cielo junto a los dioses de la selva, la cosmovisión indígena, los raudales del Orinoco y los vuelos y cánticos de los pájaros de la selva.

César Arismendi.

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